Me ha pasado un tanque por encima. Tras cinco horas de curso de surf, tengo triturados todos los músculos del cuerpo, pero extrañamente, sonrío. Me viene el sabor del mar a la boca, la lavadora es la culpable. No la de mi apartamento sino el centrifugado que, a veces, se produce cerca de la orilla cuando se alinean una serie consecutiva de olas.

Estaba sentado encima de la tabla con cierto aire de superioridad mirando al resto de alumn@s novat@s que hoy empezaban un nuevo curso. De repente, y aprovechando mi despiste, una ola ha venido directa y enfurecida hacia mí. Me ha derribado (había más gente allí señora ola). El invento o amarradera (cuerda de plástico que une la tabla de surf con el tobillo de quien la monta) se me ha soltado y la tabla se aleja. Hay que salir a flote pero una ola tras otra se derrumban sobre mi. El mar me remueve a su antojo, con cierta violencia. Por supuesto, brindo con agua salada.  Esa es la mezcla que ahora saboreo: agua salada con los efluvios del Jagger de la noche anterior. Cóctel cojonudo.


Una vez alcanzada la orilla y rescatada mi tabla, vuelvo a colocarme la amarradera y me lanzo al mar como si nada hubiera pasado. O qué habían pensado.

Parezco un cherokee con el protector solar cruzándome la cara. Una rubia de vértigo y compañera de curso, me ha sonreído mientras yo devoraba el bocata de la pausa escolar. Menos mal que el neopreno (aquí lo llaman chaque) me tapa el blanco nuclear de mi piel y mi delgado estilo. ¿Habrá visto mi revolcón?. Debí haber ido este invierno al gimnasio tal y como me propuse. A tomar por culo. Ahora es mi momento. Soy surfer, moldearé mi musculatura en el mar, como tiene que ser. Con un par, bronceado, fenómeno. Ella vuelve a mirarme.

Diecinueve surferos y surferas novatos/as nos situamos alrededor de los tres experimentados instructores de Calima Surf. Nadie pierde ni una décima de segundo de las explicaciones que imparten cada uno de los instructores. Aquí hay ganas de aprender. Yo ya me veo vacilando en el barrio.


¡¡Y se hizo el milagro!! He cogido una ola y me he mantenido de pie en la tabla al menos durante nueve semanas y media. O eso me ha parecido a mí. He vuelto a nacer. Acabo de entender por qué el surf es una forma de vida, por qué un surfero recorre el mundo buscando la ola definitiva. El que hace surf, siempre hará surf. Melina, instructora de Calima, aplaude y me jalea desde la orilla. Soy el puto amo.

Una vez concluida la sesión matinal del curso de surf en la playa de Famara, sigo disfrazado con el neopreno y camino hacia la furgo con mi tabla bajo el brazo. Tengo la sensación del deber cumplido, de que he hecho algo importante. Sonrío. Fenómeno.

Surfear en Famara es adictivo, simplemente, surfear es adictivo, pero en esta playa  la adicción se multiplica. A pesar del susto de hoy, sé que voy por buen camino. Quiero surfear toda mi vida.

Permítanme que les regale un nuevo consejo: contemplen la demoledora belleza que, desde el mar, tienen ante ustedes. Aprendan a sentarse sobre la tabla y miren hacia la playa y su entorno. En silencio. Saboreen el momento y den gracias al que inventó este lugar y este deporte. ¡Pero cuidado! la lavadora está al acecho. Nunca pierdan de vista las olas del mar. Nunca.

¿Le digo algo a la rubia?



EL SURFERO NOVATO